Nadie imaginaba que el cuento de hadas de Juan Carlos y Sofía comenzaría con silencios helados y miradas perdidas. En su primer viaje juntos, apenas se hablaron, como dos extraños condenados a fingir amor ante las cámaras. Todo parecía calculado, pero detrás de los flashes se escondía una tensión insoportable. Y aquella noche, la del “sí, quiero”, se convirtió en un grito ahogado entre lágrimas, reproches… y un vestido destrozado. Lo que ocurrió en su luna de miel sigue siendo el secreto más incómodo de la monarquía española.

Los accidentados comienzos de Juan Carlos con Sofía: del crucero en el que se ignoraron, al yeso que la reina le arrancó (entre gritos) en su noche de bodas.

 

 

 

 

Ahora que las memorias del rey ven la luz, recordamos cómo fueron sus atípicos inicios al lado de la mujer a la que él tacha de “abnegada”.

 

 

 

 

 

 

 

“¡Sofi, cógelo!”, Juan Carlos le lanzó a su prometida la caja donde iba el anillo de pedida.

 

 

 

“Hice cuanto pude pese a mi torpeza”. Juan Carlos publica ‘Reconciliación’, su gran libro de memorias, y se refiere en estos términos a sus 63 años de matrimonio con la reina Sofía.

 

 

Él entona lo que parece un tibio mea culpa y habla de sus defectos, que marcaron esa unión que empezó en 1954, sin que sus protagonistas se hubiesen percibido siquiera.

 

 

 

 

Cuando primero se conocieron, Sofía tenía 15 años y Juan Carlos 16. Los dos viajaban en el crucero Agamenón.

 

 

El barco del amor, el Agamenón.

 

 

Ese mismo año, cuando Europa luchaba por recomponerse tras la guerra, a la reina Federica de Grecia se le ocurrió una maravillosa idea: fletaría un crucero por el mar Egeo, en el que se darían cita los jovencitos y las jovencitas de las monarquías europeas.

 

 

El fin de esas vacaciones a bordo del Agamenón no era otro que estrechar lazos entre las diferentes casas reales.

 

 

 

 

La madre de la reina Sofía, tratando de buscar parejas a sus tres hijos, fletó un crucero por el mar Egeo.

 

 

 

Y no solo eso. Porque ella, que no daba puntada sin hilo, también se coronaba como reina del marketing, ya que sabía que los medios de todo el mundo acabarían hablando del acontecimiento y con ello, de las bondades de la tierra helénica.

 

 

Sin duda, había confeccionado la mejor de las campañas publicitarias.

 

 

Federica tenía muy claro que de aquella experiencia sus tres hijos tenían que salir casados. Y no lo consiguió, pero casi.

 

 

Sofía, la mayor de sus vástagos, contaba entonces con 15 años, Constantino 14 e Irene 13; una edad perfecta para conocer personas nuevas pero con un fin claro.

 

 

Aquello, más que el barco del amor, era el barco del ‘networking’. Ahí se iba a hacer contactos y a pensar en el futuro de cada uno.

 

 

 

 

La reina Federica quería que su hija mayor se casara con un futuro rey, sin embargo, Sofía no congenió con Juan Carlos en un primer momento.

 

 

Pero, sinceramente, ni Sofía ni Juan Carlos cayeron en nada de eso cuando se saludaron por primera vez.

 

 

Y, mucho menos, se imaginaron siendo pareja. Los jovencitos se ignoraron amablemente, sin tener muy claro que, años más tarde, sus destinos volverían a unirse y, en esta ocasión, ninguno pudo zafarse de lo que parecía escrito para ellos.

 

 

Su primera gran cita.

 

 

Los jóvenes no coincidieron hasta siete años más tarde, en 1961, durante una boda. Los dos acuden al enlace de los duques de Kent, quienes se casan en York, al norte del Reino Unido.

 

 

En la catedral, están convenientemente sentados muy cerca. Pero es durante el almuerzo, cuando por fin pueden hablar y conocerse mejor.

 

 

 

 

Sofía y Juan Carlos coincidieron en la boda de los duques de Kent en 1961. Ahí sí que se prestaron atención.

 

 

Sofía estaba mohína, triste. Con el corazón roto. No es para menos. Harald de Noruega, el primer chico por el que se había interesado, le había dejado plantada.

 

 

El de los ojos claros llevaba tiempo debatiéndose entre su corazón y su deber, puesto que estaba enamorado de Sonia, una jovencita plebeya a quien había conocido en unos campamentos, siendo solo unos niños.

 

 

Sus padres le insistían en Sofía, la heredera griega y, pese a que se llevaba muy bien con ella, esta tenía un gran defecto: no era Sonia.

 

 

El príncipe dio un ultimátum a su familia. Si no era con la chica a la que realmente amaba, renunciaría a sus derechos dinásticos (y él era el único varón…). Finalmente, sus progenitores accedieron.

 

 

Habría boda, pero también habría una gran perdedora en todo este asunto, la joven griega de la que ya todos parecían haberse olvidado.

 

 

 

 

Sofía atravesaba un desengaño amoroso, y el padre de Juan Carlos le animó a que hablase con ella.

 

 

Todas las emociones de Sofía se agolpaban en su interior. Y, para colmo, le tocaba celebrar el amor estando más triste que nunca.

 

Don Juan de Borbón lo supo de inmediato y propició el encuentro entre la veinteañera y Juanito. 

 

 

“Cuando don Juan vio en la iglesia que el asiento de su lado estaba vacío, dio un empujón a su hijo para que se sentara y ahí empezó todo”, escribió Pilar Eyre en su blog para la revista Lecturas.

 

 

Empezaron las bromas, el flirteo. A ella le gustó de él que era espontáneo y divertido. Era distinto a los hombres de su entorno.

 

 

Él era más terrenal, más mundano. Y eso le pareció casi una excentricidad irresistible.

 

 

En sus memorias, la reina tachó al joven de “rebelde, muy gracioso y revolucionario”. 

 

 

Lo cierto es que si Sofía había tenido el corazón ocupado por otro hombre, a Juan Carlos le había pasado tres cuartas partes de lo mismo.

 

 

En su caso, él estaba perdidamente enamorado de María Gabriella de Saboya, que fue su primer gran amor y en quien creyó haber encontrado a su mujer ideal.

 

 

Sin embargo, esta no era del agrado de nadie de su familia. La joven resultaba demasiado moderna, y el perfil de Sofía se adecuaba bastante más a lo que se esperaba de una futura reina.

 

 

Después de la boda, vinieron encuentros más informales, seguidos de unas vacaciones en Corfú para que la familia de ella también pudiese conocer mejor al príncipe que estaba llamado a devolver la monarquía a España.

 

 

Aquellos días de asueto y de primera toma de contacto salieron tan bien que los novios pronto empezaron a hablar de boda.

 

 

Pero para ello, antes debían comprometerse de manera oficial y cómo lo hicieron: ante la gran Victoria Eugenia.

 

 

 

La pedida, con los familiares de ambos novios, tuvo lugar en Suiza; donde la abuela de Juan Carlos dio el aprobado.

 

 

Los novios viajaron hasta Lausana, Suiza, para que la abuela del novio conociera a Sofía.

 

 

Fue la gran presentación de los jóvenes como pareja oficial y el día en el que él le entregó el anillo.

 

 

Ah, ¿que cómo se lo dio? ¿Hincando rodilla y pronunciando unas sentidas palabras? Bien sabéis que ese ni era ni es el estilo de Juan Carlos, a quien le gusta definirse como “muy espontáneo”.

 

 

“Sofi, ¡cógelo!”. La cajita de la alhaja voló por todo el salón y la princesa griega se tuvo que andar rápida para que no se le cayera.

 

 

Esa fue la manera en la que su prometido le hizo entrega de la joya con la que le pedía pasar juntos el resto de sus vidas.

 

Como el que lanza un balón. Juanito era tan rebelde, que no parecía hecho para los constructos románticos.

 

 

Sofía, en palabras de Juan Carlos.

 

 

“(La reina) es una mujer excepcional, íntegra, bondadosa, rigurosa, dedicada y benevolente. Es la personificación de la nobleza de espíritu“, describe en 2025 Juan Carlos a la madre de sus hijos.

 

 

Treinta años atrás, en 1993, empleaba la palabra “profesional” para referirse a ella.

 

Ahora ha querido resultar más cariñoso de lo que lo fue en el retrato que hizo de él el escritor José Luis de Vilallonga.

 

 

 

Tras haberla calificado de “profesional” en sus primeras memorias, en estas segundas dice de ella que es “la personificación de la nobleza de espíritu”.

 

 

 

Estas palabras que ahora pronuncia, no difieren de las que dio sesenta años atrás cuando ya sabía que ella era la mejor para el cargo; y por ende, para su matrimonio.

 

 

“Lo mejor de la Princesa es el gran sentido del deber que tiene muy inculcado”, dijo a los periodistas a escasas horas de darse el ‘sí, quiero’; algo que sigue sosteniendo.

 

 

 

Ni el comienzo fue romántico, ni tampoco lo fue la pedida, ni por supuesto tampoco lo fue la boda.

 

 

 

De las declaraciones de sus protagonistas se extrae el profundo compromiso con sus obligaciones, pero no tanto con sus sentimientos.

 

 

 

 

“Lo mejor de la Princesa es el gran sentido del deber que tiene muy inculcado”, dijo Juan Carlos de su prometida antes del enlace.

 

 

“Hice cuanto pude, pese a mi torpeza, para garantizar su bienestar y comodidad, la suya propia y la de su familia griega en el exilio, a la que siempre he ayudado”, pronuncia ahora.

 

 

Y, por primera vez, deja entrever todas esas equivocaciones en su matrimonio que ella siempre ha perdonado o ha normalizado.

 

Pero lo más llamativo de todo es que cuando parece asumir errores, rápidamente cambia de tercio y constata todos los favores que ha realizado para la familia de su mujer.

 

 

Una noche de bodas entre gritos de dolor.

 

 

Tres veces se dieron el ‘sí, quiero’. Y, a cada cual, Sofía parecía más convencida con las funciones que asumía.

 

Una por el rito ortodoxo, otra por el católico y otra por el civil. Y Juan Carlos con cara de circunstancias y aguantando el dolor.

 

 

No por sentir que no estaba haciendo lo correcto, sino porque estaba con el brazo roto.

 

El novio se había fracturado la clavícula mientras practicaba karate con su cuñado Constantino, pero como no quería pasar a la posteridad con el brazo en cabestrillo, se arrancó el yeso.

 

 

 

En su noche de bodas, los gritos de Juan Carlos se oyeron por todo el barco en el que navegaban. Su mujer le estaba arrancando el yeso adherido a su brazo.

 

 

 

La noche de bodas, mientras los novios emprendían su viaje de novios, a Juan Carlos se le infectó la herida y el resto del yeso se le había adherido a la piel.

 

 

Sofía, que era enfermera, tuvo que despegárselo centímetro a centímetro por medio de unas pinzas”, escribió Pilar Eyre quien rememoró para Lecturas los alaridos que aquella noche dio el novio.

 

 

Sesenta años más tarde de aquellos gritos en alta mar, en sus recién publicadas memorias, Juan Carlos se reafirma en los votos que pronunció aquel 14  de mayo de 1962. “España no habría podido tener una reina más abnegada e intachable.

 

 

Tenemos caracteres complementarios, ella es más metódica y yo más espontáneo.

 

 

En muchos aspectos somos diferentes, pero compartimos el mismo sentido del deber, de la Corona, del honor, de la amistad, de la devoción por nuestros hijos y nietos (…) Hemos capeado juntos acontecimientos políticos, tormentas y noches de angustia y dudas.

 

 

Ella siempre ha demostrado ser una compañera comprensiva y solidaria.

 

 

Nada podrá borrar mis profundos sentimientos hacia mi esposa, Sofi, mi reina, ni siquiera algunas desavenencias.

 

 

El paso de los años no ha restado ni un ápice a la inmensa gratitud y respeto que siento por ella.

 

 

Estoy convencido de que tendrá su lugar en la historia contemporánea de España, un lugar muy merecido, como el que ella ocupa en mi vida: el lugar más elevado”. Al final, Juan Carlos sí que supo cómo podía resultar ser romántico.

 

 

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