Bastaron 120 segundos. Rufián subió a la tribuna, miró directamente hacia los escaños del Gobierno —y todo el hemiciclo pareció contener el aliento. No necesitó gritar ni alargar su intervención. Soltó exactamente tres frases, frías, tajantes, afiladas como un cuchillo clavándose en el corazón mismo de la crisis que atenaza al Congreso. Los diputados del PP se miraron entre sí, desconcertados y susurrando. Los medios encendieron los teléfonos de inmediato. La sala entera se estremeció como si un viento helado hubiese atravesado el pleno. Y un instante de silencio obligó al país entero a preguntarse: ¿Acaba de tocar Rufián aquello que el Gobierno no quiere que nadie mencione?

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