EL GRAN WYOMING EXPLICA LO QUE PASA EN ESPAÑA EN 30 MINUTOS.

España frente al espejo: corrupción, victimismo político y la crisis de credibilidad democrática.
En la actualidad política española, la palabra “transparencia” parece cada vez más ajena a la realidad institucional.
Los últimos escándalos que han salpicado a figuras de primer nivel, desde el entorno de Isabel Díaz Ayuso hasta la gestión de Carlos Mazón y el legado del rey emérito Juan Carlos I, han puesto en evidencia la fragilidad de los mecanismos de control y la facilidad con la que el discurso victimista se instala en la clase dirigente.
¿Estamos ante una crisis estructural de credibilidad democrática? ¿O sólo ante el enésimo capítulo de una historia de impunidad y falta de autocrítica?
Las recientes declaraciones del Gran Wyoming en la entrevista con José Yélamo para La Sexta han servido como catalizador para un debate profundo sobre la ética pública y la responsabilidad política.
El humorista y presentador, conocido por su incisiva crítica social, no ha dudado en señalar la paradoja de quienes denuncian amaños electorales mientras se proclaman como la fuerza más votada.
Esta contradicción, que se ha convertido en un mantra recurrente en ciertos sectores del Partido Popular, evidencia una estrategia de deslegitimación institucional que, lejos de fortalecer la democracia, la erosiona desde dentro.
La sombra de la corrupción planea sobre el caso del novio de Ayuso, quien, tras confesar delitos de fraude fiscal y verse envuelto en la trama de las mascarillas, ha adoptado el papel de víctima de las circunstancias.
El relato de Wyoming es demoledor: “No es víctima de sus fechorías, sino de las consecuencias que tienen sus fechorías.”
La protección institucional que recibe, con el gobierno de la Comunidad de Madrid defendiendo su causa y el propio Partido Popular blindando su posición, contrasta con el trato que reciben otros ciudadanos en situaciones similares.
La justicia, en este caso, parece operar a dos velocidades, alimentando la percepción de que la ley no es igual para todos.
El juicio mediático y judicial sobre las filtraciones en torno al caso Ayuso ha puesto de manifiesto la opacidad que rodea a los grandes procesos políticos.
Con cientos de personas con acceso a la información sensible, la identificación de un único responsable resulta arbitraria y, en palabras de Wyoming, “el disparate ya se ha cometido en la instrucción.”
La instrumentalización de la justicia para fines políticos, el llamado “lawfare”, se convierte así en otro síntoma de la crisis institucional que atraviesa España.
Pero la corrupción no es exclusiva de Madrid. La gestión de Carlos Mazón en la Comunidad Valenciana, marcada por la tragedia del incendio de Campanar y la polémica sobre las emergencias, ha evidenciado la falta de preparación y la ausencia de empatía hacia las víctimas.
El desfile de asesores y cargos de confianza que aplauden al presidente en su dimisión en diferido contrasta con la frialdad mostrada por los diputados del PP y Vox en el Congreso ante el dolor de las víctimas.
La política, lejos de ser un ejercicio de servicio público, se convierte en un espectáculo de autocomplacencia y blindaje corporativo.
Este patrón se repite en otros ámbitos: las víctimas del cribado de cáncer en Andalucía, las familias afectadas por el accidente del metro de Valencia, los damnificados de las residencias de Madrid.
En todos los casos, la respuesta institucional ha sido la misma: deslegitimar a las víctimas, acusarlas de estar politizadas y negarles el reconocimiento público. El relato dominante no es el de la reparación, sino el de la sospecha y el descrédito.
En este contexto, la figura de Alberto Núñez Feijóo emerge como líder del Partido Popular, pero su liderazgo está marcado por la debilidad y la falta de control sobre su propio partido.
La historia personal de Feijóo, salpicada por su relación con un conocido contrabandista gallego, ilustra la dificultad de la derecha española para desprenderse de sus viejas sombras.
La explicación de Feijóo sobre su viaje a Andorra, en el que asegura no recordar si estuvo o no en el Principado, se convierte en símbolo de una clase dirigente que elude responsabilidades y se refugia en la ambigüedad.
Las encuestas reflejan el estancamiento del PP y la remontada del PSOE, pero la fuerza más votada sigue siendo la que denuncia el amaño electoral.
Esta paradoja, como señala Wyoming, “eleva la estupidez al máximo”: ¿cómo se puede denunciar fraude cuando se es el principal beneficiario del sistema? La respuesta, lejos de ser racional, obedece a una lógica de confrontación permanente y deslegitimación del adversario.
El victimismo, como estrategia política, alcanza su máxima expresión en las memorias del rey emérito Juan Carlos I.
El monarca, que acumula un patrimonio estimado en 15.000 millones de euros, se lamenta de no recibir pensión tras 40 años de servicio.
La contradicción es evidente: quien ha encarnado el poder absoluto durante décadas se presenta ahora como víctima del sistema que él mismo ha contribuido a moldear.
El hecho de que los reyes no escriban memorias, por su origen institucional y su falta de rendición de cuentas, añade una capa de surrealismo a la narrativa del emérito.
La crisis de credibilidad democrática no se limita a la corrupción o al victimismo. La instrumentalización de la prensa y la política, la confusión entre hechos y opiniones, y la proliferación de mentiras como herramienta de poder, ponen en cuestión los fundamentos mismos del sistema.
Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de Ayuso, ejemplifica esta tendencia al afirmar que “mentir no es ilegal”.
La distinción entre periodista y fabulador se difumina, y la política se convierte en un terreno abonado para la posverdad.
La abolición de la democracia, como advierte Wyoming, no se produce de forma abrupta, sino mediante la erosión paulatina de sus pilares: la transparencia, la rendición de cuentas y el respeto a los hechos.
La banalización de la mentira, la persecución de la oposición y la manipulación de la justicia son síntomas de un sistema que ha perdido el rumbo y que amenaza con desmoronarse bajo el peso de su propia incoherencia.
En este escenario, la figura de Pedro Sánchez se enfrenta a un futuro incierto.
La amenaza de ruptura por parte de Juns, la falta de presupuestos y la fragilidad de la mayoría parlamentaria ponen en duda la capacidad del presidente para llegar a 2027.
La política de bloqueo sistemático, la confrontación profiláctica y la ausencia de diálogo real convierten el Parlamento en un campo de batalla donde el interés general queda relegado a un segundo plano.
La pregunta que se plantea es inevitable: ¿puede España superar la crisis de credibilidad democrática y recuperar la confianza en sus instituciones? La respuesta depende de la capacidad de la sociedad civil para exigir transparencia, responsabilidad y ética pública.
El debate está abierto, y la ciudadanía tiene la última palabra.
La democracia, como sistema, no es infalible, pero requiere de actores comprometidos con la verdad y el interés común.
La corrupción, el victimismo y la mentira son enemigos de la convivencia y del progreso.
España, frente al espejo, debe decidir si acepta la imagen distorsionada que le devuelve su clase dirigente, o si se atreve a construir un futuro basado en la honestidad, la justicia y el respeto a la dignidad de todos sus ciudadanos.