LA MALDITA NOTA DE PRENSA EL DOCUMENTO QUE CONDENA AL FISCAL GENERAL SANCHISTA.

En el epicentro de la actualidad española, el juicio contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha abierto una grieta profunda en la percepción pública sobre la independencia de las instituciones.
La reciente intervención del señor Espinosa, referente de la nueva asociación de abogados del Estado, ha puesto sobre la mesa una cuestión que va más allá de los detalles procesales.
¿Debe la Abogacía del Estado defender a quien está bajo una presunción de culpabilidad significativa? Y, sobre todo, ¿hasta qué punto la defensa institucional se convierte en una herramienta del gobierno, diluyendo la frontera entre el interés público y el interés político?
La polémica no es nueva, pero la intensidad del debate ha alcanzado cotas inéditas.
Espinosa, con una trayectoria que le permite hablar desde la experiencia y el conocimiento técnico, sostiene que la Abogacía del Estado debe actuar únicamente cuando la autoridad o el funcionario está siendo imputado por hechos realizados en el legítimo ejercicio de sus funciones.
Y va más allá: cuando aparecen indicios probatorios de relevancia, el abogado del Estado tiene el deber moral y jurídico de retirarse de la defensa.
Su razonamiento, avalado por la asociación y aceptado por gran parte de la comunidad jurídica, desafía la práctica habitual y pone en tela de juicio la actuación de la defensa en el caso García Ortiz.
Las palabras de Espinosa resuenan como una llamada de atención. La Abogacía del Estado, dice, no está para proteger intereses particulares ni para blindar a quienes, por acción u omisión, han cruzado la línea que separa el ejercicio legítimo de la función pública del abuso o la desviación de poder.
El paralelismo con otros casos, desde el modesto funcionario de Correos hasta el ministro, ilustra la universalidad del principio: la defensa institucional debe estar al servicio de la legalidad, no de la conveniencia política.
Pero el juicio del siglo, como algunos lo han bautizado, no solo pone en cuestión la actuación de la Abogacía del Estado.
Revela, además, una inquietante tendencia a la subordinación y el silencio en el seno de la institución.
Espinosa lo explica con claridad: la mayoría de los abogados del Estado ocupan puestos de libre designación, con retribuciones variables y una dependencia directa del gobierno.
En ese contexto, la heroicidad se convierte en excepción y la obediencia, en norma.
Sin embargo, la fuerza de la razón jurídica, sostiene, no puede ser rebatida.
El informe presentado por la asociación, sintetizado para facilitar su difusión mediática, permanece intacto, sin objeciones de peso, porque la argumentación es, en sus palabras, “demoledora”.
La cuestión moral, inevitable en este tipo de debates, aflora con intensidad.
¿Debe un funcionario cumplir órdenes que considera antijurídicas o inmorales? Espinosa matiza: la obediencia solo es exigible cuando la orden es legítima y no delictiva.
Pero la frontera es difusa, y la presión institucional puede conducir a situaciones de conflicto ético donde la defensa de la legalidad se enfrenta a la lógica de la subordinación.
El caso García Ortiz, más allá de su dimensión judicial, se ha convertido en un símbolo de la degeneración institucional.
La defensa ejercida por una jurista de reconocido prestigio, designada por el actual gobierno, es interpretada por Espinosa como una muestra de la conversión de la Abogacía del Estado en un instrumento del poder ejecutivo.
La sintonía personal y profesional entre la abogada defensora y las tesis gubernamentales refuerza la sospecha de que la independencia ha cedido ante la conveniencia política.
La analogía con el aplauso a Rubiales, expresidente de la Federación de Fútbol, es tan elocuente como inquietante.
Espinosa compara la ovación recibida por García Ortiz con los gestos de adhesión extrema propios de regímenes autoritarios, donde la manifestación pública de apoyo se convierte en requisito de supervivencia profesional.
La degeneración institucional, advierte, es el resultado de la confusión entre el interés público y el interés particular, entre la lealtad a la legalidad y la sumisión al poder.
En este contexto, la fiscalía no escapa a la crítica. Espinosa, con ironía, señala que la “liga va dura” y que la fiscalía se está “embarrando mal”, recibiendo aplausos que, lejos de ser espontáneos, responden a dinámicas de dependencia y temor.
La falta de criterio, la presión emocional y la ausencia de una cultura de independencia alimentan la percepción de que las instituciones han perdido el rumbo.
El debate, lejos de ser técnico o reservado a los especialistas, ha calado en la opinión pública.
La ciudadanía, cada vez más informada y exigente, observa con preocupación el desarrollo del juicio y la actuación de las instituciones.
El riesgo de que la Abogacía del Estado se convierta en la “abogacía del gobierno” es percibido como una amenaza a la democracia y al principio de igualdad ante la ley.
La defensa institucional, sostiene Espinosa, debe ser ejercida por abogados independientes, colegiados, ajenos a la lógica de la subordinación política.
La trascendencia del juicio, calificado por Espinosa como “el juicio del siglo”, reside en su capacidad para poner en cuestión los fundamentos mismos de la democracia española.
La independencia judicial, la separación de poderes y la protección de los derechos fundamentales dependen de la fortaleza de las instituciones y de la integridad de quienes las sirven.
La denuncia de la degeneración institucional, la exigencia de transparencia y la defensa de la legalidad son, en este sentido, imprescindibles para restaurar la confianza ciudadana y garantizar el funcionamiento equitativo de la justicia.
La profundidad del debate, la riqueza de los argumentos y la intensidad de la polémica invitan a la reflexión y al intercambio de opiniones.
¿Es legítima la defensa institucional cuando existen indicios significativos de culpabilidad? ¿Puede la Abogacía del Estado resistir la presión política y preservar su independencia? ¿Hasta qué punto la subordinación y el silencio comprometen la credibilidad de las instituciones? Las respuestas, lejos de ser unívocas, requieren un análisis sereno y profundo, capaz de trascender el ruido mediático y las pasiones partidistas.
El futuro de la Abogacía del Estado, de la fiscalía y de la justicia española depende de la capacidad de las instituciones para recuperar el criterio, la independencia y la vocación de servicio público.
El juicio del siglo, más allá de su desenlace concreto, será estudiado en las facultades de derecho como un ejemplo de los riesgos y desafíos que enfrenta la democracia en tiempos de polarización y crisis institucional.
La sociedad española, protagonista y testigo de este proceso, tiene en sus manos la responsabilidad de exigir transparencia, equidad y respeto a la legalidad.
La defensa de la justicia como garante de derechos y libertades es un compromiso colectivo que no puede ser eludido.
La denuncia de la degeneración institucional y la reivindicación de la independencia son, hoy más que nunca, tareas inaplazables para todos aquellos que creen en la democracia y en el Estado de derecho.