La abogada de García Ortiz desmonta la instrucción del juez Hurtado: “Ha sido inquisitiva e injusta”.
El proceso en el que se juzga al Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, por una presunta filtración de secretos en el caso vinculado al Alberto González Amador —pareja de la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso— ha revelado un entramado complejo de poder, información y medios de comunicación que pone en entredicho las reglas del juego institucional.
Esta causa afecta no solo al ámbito penal, sino a la credibilidad de la justicia, la prensa y la política en España.
El origen formal es la acusación de que García Ortiz filtró a medios de comunicación correos confidenciales de una investigación fiscal, lo que, según las acusaciones, vulneró el secreto del sumario.
Durante la vista, varios periodistas afirmaron haber tenido acceso a ese correo desde antes que la fiscalía o el propio fiscal general —un testimonio que sitúa a la prensa en una posición de ventaja frente al órgano que investiga.
Uno de esos profesionales dijo: “Sé quién es la fuente… pero no la digo por secreto profesional.
Y veo que hay una persona a la que se pide cárcel, yo sé que es inocente porque conozco la fuente”.
Esa confesión puso sobre la mesa el dilema ético que enfrentan los medios: tener información, no poder exhibirla, mientras sucede un proceso judicial de gran calado.
El objeto de la causa es un correo fechado el 2 de febrero de 2024, en el que el abogado de González Amador ofrecía a la fiscalía un pacto de conformidad tras reconocer dos delitos fiscales.
Desde el sistema judicial se investiga si ese correo fue divulgado por el fiscal general o alguien de su entorno.
La versión de la defensa es que la información ya estaba en circulación y que no hubo participación del fiscal en la fuga; sin embargo, la instrucción ha detectado indicios de una gestión comunicativa acelerada para contrarrestar la filtración, lo que ha generado críticas sobre la irregularidad del procedimiento.
En este contexto se generaron diversas interventciones que apelan a la vulneración de las garantías procesales: se critica el auto que decretó el secreto de las actuaciones el 30 de octubre de 2024 porque se dictaron tres autos simultáneamente —incohación de diligencias, acuerdo de entrada y registro, y decreto de secreto— y se realizó el registro el mismo día, lo que, sostienen las defensas, impide al investigado conocer los hechos que se le atribuyen.
Esa acumulación de decisiones ha sido calificada como carente de motivación, desproporcionada y productora de indefensión.
Además, se señala que la entrada y registro incluyó copias íntegramente del teléfono móvil, de las tarjetas SIM, del ordenador de sobremesa, de su cuenta OneDrive y de correos profesionales del fiscal general, lo que sus citantes estiman como un alcance excesivo y no acorde con los presupuestos legales para interceptaciones.
Todo esto se traduce en un cuadro donde la instrucción aparece como una investigación “inquisitiva” y “prospectiva”: se habría iniciado con una hipótesis preconcebida, dirigida a encontrar elementos de culpabilidad contra el fiscal general, sin que quedara claro desde el primer momento cuál era la acusación concreta o el ámbito exacto de los hechos investigados.
La defensa afirma que la causa ha tenido como vehículo una certeza previa más allá del debate de los hechos, lo que vulneraría el principio de presunción de inocencia.
Frente a este escenario, los periodistas que testificaron reclamaron que cuando se cuestiona su actividad profesional se pone en juego su reputación y su única arma —la credibilidad.
“Cuando llamas mentirosos a los periodistas”, dijo uno de los testigos, “estás jugando con nuestra reputación”.
Esa declaración evidencia el choque entre la lógica institucional y la de la información pública.
La dimensión política no puede obviarse: esta es la primera ocasión en la que un fiscal general del Estado en activo afronta un juicio por revelación de secretos, lo que supone un precedente que podría afear la confianza ciudadana en la separación de poderes y la independencia de la fiscalía.
También desvela el nivel de interconexión entre la política autonómica, los medios y la administración de justicia.
Para los ciudadanos, este caso abre una reflexión esencial: si la información relevante ya estaba en manos de profesionales de prensa antes que llegara al órgano judicial, ¿cómo se entiende el retraso o la forma en que se actuó? ¿Fue fallo institucional, estrategia comunicativa, filtración interesada? Y si el medio circuló antes que la fiscalía, ¿acaso la lógica judicial y mediática no confluyeron de modo sospechoso?
El desenlace del proceso aún está por ver. Más declaraciones están pendientes, nuevas pruebas irán surgiendo.
Pero lo que ya ha cambiado es el marco de debate: ya no es solo un caso penal, es una batalla por el relato público, por la integridad de las instituciones y por la transparencia.
Un periodista lo sintetizó de este modo: “Sé quién es la fuente… y no la digo.
Pero hay una persona a la que se le pide cárcel y yo sé que es inocente.”
Esa confesión resume el clima de tensión que atraviesa este proceso.
En definitiva, lo que comenzó como una acusación contra un fiscal general por una supuesta filtración se ha convertido en un crucible de prueba para el sistema democrático: prensa, poder judicial y política colisionan en un escenario donde la información, el secreto y la justicia se mezclan hasta confundirse.
Y en este momento, la señal más clara es que la credibilidad institucional es tan vulnerable como los medios que dicen defenderla.
